Faltaban
unas horas antes de que mi Hermano Abeja muriera. Había nacido
apenas dos días antes. En México se jugaba un mundial de futbol, y
todo era fiesta, menos en esa casa de una ciudad perdida, construida
de la noche a la mañana sobre terregales salitrosos con espíritu de
olvido.
Llovía
con la fuerza de esos junios antes del cambio climático. Con furia,
con ánimo de no terminar nunca de desaguarse el cielo. Recuerdo que
el clima era una mezcla de desasosiego, miedo, lodos y tristeza.
Llorabas todo el tiempo. Eras un manojo de dolor. Recuerdo también
que eras igual a T. Negrito Nuestro que estás en la memoria,
recordado sea tu paso…
Ella, nuestra madre sabía que algo no estaba bien. Él, lo presentí también. Nosotros, Yo, T. y V. lo intuíamos. Eran noches largas. El diablo ya se le había aparecido a Lulú, según relataría después. La tragedia se cernía sobre ese hogar que te esperaba desde antes de V..
México había empatado, Hugo Sánchez había fallado un penal en el estadio Azteca y Maradona maravillaría al mundo con un gol mágico, bordado, de filigrana y revancha, y Manuel Negrete pintaría una media tijera para la posteridad. Eso era lo que contaban o contarían mis compañeros en la escuela.
Lo que más recuerdo de los mundiales es la final del Argentina 78. transmitida por televisión en blanco y negro. De nombres como Ubaldo Matildo El Pato Fillol, el Matador Mario Alberto Kempes. Y de los apellidos de los héroes italianos de ése y más torneos, como el de México 86, cuyas terminaciones —“inis”—, adaptábamos luego a nuestros apellidos y nombres indígenas: “Higini-ni”, “Pedri-ni”, “Daniel-ini”, para investirnos de europeos, jugadores chingones pues… Faltaban horas para no volver a mirar igual ningún mundial de futbol.
Las cascaritas, minitorneos de mi infancia, los encuentros entre equipos de calles rivales, todo, desaparecía con cada quejido tuyo en la penumbra de las horas más tristes de nuestras vidas.
Hay
noches que se vuelven fangosas por el dolor.
Líneas paralelas del universo que se bifurcan y se unen en espirales infinitas en las que uno, el que está allí, escuchando y sintiendo cómo la vida recién nacida —como la tuya Hermano Abeja— se consume, y el “otro”, ese en el que nos separamos para “irnos”, fugarnos, de ese instante, y no sentir más esas tortuosas jornadas, regresan a nuestro centro.
Esa última noche que estuviste con nosotros fuera del vientre de Lulú sólo hablaste con tu lengua desconocida, primigenia, de los bebés cósmicos que vienen a golpear, sin saberlo, con la fuerza de su llegada, los caminos, no destruyéndolos, sino modificándolos de tal manera que se deben hacer otros, nuevos, que llevan a otros destinos.
Hoy,
hace 33 años faltaban unas horas para que murieras Hermano Abeja, y
no hubo mucho tiempo de hablar, de vernos, de nada. Entonces, casi
igual que ahora, nada sabía de nada.
Ahora sé que el dolor es un ente vivo que, pegado a nuestra piel, con el tiempo muta, siempre muta.
Argentina ganó ese mundial. Mamá perdió la razón, y todos, de alguna manera también la perdimos, a ella y la razón.
Luego
de uno días regaló tu ropa a una madre cuyo hijo, nacido un día
antes que tú, tendría una vida, quizás, más larga que la tuya.
Ese día el sol brillaba iluminando el agua encharcada en la calle. Todo el dolor de la humanidad en el rostro de mamá contrastaba con la alegría de la mujer, más pobre que nosotros, que había dicho no importarle ponerle ropones a su hijito de un niño muerto.
Mamá
extendía las prendas mecánicamente y, mientras enjugaba sus
lágrimas, se secaba la leche que aún le brotaba del pecho.
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