Tengo una hermana que nació en otro vientre, en uno que no fue el de mi madre. Hemos crecimos juntos, nos hemos caído y nos hemos levantado cada quien por su lado, pero juntos en la distancia. Guerrea desde que recuerdo, solo que ahora elige mejor sus batallas. Ella también es hermana de mi hermana Tere, pero es más hermana de ella, porque son “de leche”. Aunque sé que mi prima me ama como yo a ella, y eso es lo que importa, porque nosotros somos hermanos “de vida”.
Nuestras madres nos enseñaron con su ejemplo a amarnos como ellas lo hacían. Un pasaje de sus vidas muestra ese amor que ha trascendido entre ella y nosotros. Lulú y Marta las hermanas Galicia, acudían, junto con otros de sus hermanos, a cuidar a mi abuela moribunda, en el hospital.
Las imagino juntas, “las flacas”, turnándose para subir al piso en donde su madre esperaba la muerte. Ambas parieron ese año a Angélica y a Tere, con unos meses de diferencia, por eso lactaban al mismo tiempo, y en esas horas de incertidumbre quien se quedaba con las bebés, las amamantaba cuando así lo pedían.
Así, mi abuela murió, y Angélica y Tere, y luego yo, años después viviríamos juntos, unidos, muchos momentos felices, en temporadas de vacaciones, de días de descanso, de paseos, en fiestas, en tardeadas.
La Chata, así le decimos en la familia, sabe lo que es vivir, pero más sabe de sobrevivir, y la admiro por eso, porque decidida y rebelde como es, ha escogido —como algunos de nosotros los Galicias—, cambiar sus días, sacudirse aprendizajes que no son suyos, volando hacia nuevos cielos extendiendo sus alas, buscando nuevos amaneceres que la alejan de las viejas taras heredadas que nos condenaban a repetir viejas historias de pérdidas, desolación, tristezas y miseria espiritual.
Si ya éramos unidos de jóvenes, de señores lo somos más. Nuestra hermandad se ha vuelto más estrecha. Siempre está, siempre estamos, escucha, escuchamos, se preocupa, nos preocupamos, se ocupa, nos ocupamos, lejos pero unidos.
Yo la escucho feliz cuando me cuenta de sus andares por rutas nuevas para hallarse a sí misma, de sus retiros, de sus aprendizajes, de sus cambios, de su familia; los relata dichosa de haber recuperado la magia de esa chica que fue y siempre ha sido, porque nunca ha dejado de serlo, es solo que esa Angélica que fue, estaba aguardando el momento idóneo para renovarse a sí misma, por eso brilla más.
Angélica La Chata es un roble de corteza gruesa, dura como la de los árboles de fuego, pero de interior suave, de savia dulce, con ramas que alcanzan para todos, de follaje protector, y sus raíces son tan fuertes que ningún viento puede derribarla.
Hay días en que sus pulmones le fallan un poco, pero resiliente como es, la imagino envolviéndose con sus propias ramas e hibernando el tiempo necesario, algo de lo nuevo que ha aprendido, hasta que se siente mejor y se extiende de nuevo para sentir cómo el viento abraza y acaricia sus hojas y, claro, ingobernable como es también, enfrentar indemne los vendavales de este duro viaje.