25 agosto de 1949. El sol ilumina de poco el cuarto en esa calle perdida de Ciudad Puta. El niño Abraham se levanta con el pelo revuelto, los trinos de los pájaros y los perros de la vecindad que ladran por todo, por nada, lo han regresado de sus sueños.
Sus grandes ojos buscan a su madre, y se iluminan cuando la encuentran yendo y viniendo, de un lado a otro, con varios pares de manos, despachando a un hijo, al otro, sirviendo té limón con un chorro de leche, ablandando el bolillo en un comal, partiéndolo y embadurnándole mantequilla con unos granos de azúcar; despertando a otro de los hermanos, y cubriendo a los dos más pequeños.
El padre se ha marchado a trabajar. Su hermano mayor Chicol lo mira, sentado, y le sonríe levantando el mentón en forma de “Buenos días”; ambos se rascan al mismo tiempo la cabeza. La coincidencia les provoca risa cómplice.
Benita se toma un respiro, para beber un café de olla. Le gusta porque su aroma le recuerda su niñez, pero sobre todo los tiempos en los que, una vez terminada la guerra revolucionaria, llegó a esta ciudad creciente, de la mano de su papá Guillermo y su mamá Demetria al barrio de la Merced.
Con un gesto llama a su pequeño, enclenque como todos sus críos. Lo besa y lo abraza, al tiempo que lo sostiene en el regazo y le canta “Las Mañanitas”, al oído.
—Hoy es tu cumpleaños Abraham Luis, por eso cuando regrese de vender te traeré un regalo.
El chiquillo toma asiento y la silla chirria. No entiende bien del todo pues los ecos de su ensoñación aún lo embriagan, pero siente esa cosquilla que años más tarde reconocerá como felicidad.
—Ma’, ¿por qué me llamo Abraham Luis?
—Hace muchos, muchos años, hubo un rey llamado Luis que cuando murió la iglesia lo nombró santo, y le dio un día en el santoral, que es hoy, y como tú naciste un día igual, eres Abraham Luis, Luis Rey de Francia.
El chico da pequeños sorbos al té, y Chicol le pega un puntapié cariñoso.
— ¡Eres un rey! Mira nada más.
—Sí, soy un Rey, Luis Rey de Francia, Abraham Luis Rey de Francia.
El impasse ha terminado, Benita debe apurarse a preparar sus cosas para ir a vender peinetas, pasadores, ligas, peines en una tabla, en los mercados. Sabe que si no lo hace no tendrán para comer ella y sus ocho hijos.
—Apúrate Chicol, Tráete la caja nueva de peines, que ya es tarde.
Sale la mujer, reacomodándose la larga trenza que anudó más temprano, echándola para atrás de su nuca. Es fuerte, menuda. Sus rasgos indígenas se acentúan aún más con su mandil que nunca se quita.
Antes de salir, le encomienda a Abraham cuide de sus hermanitos. Quiere decirle un “te quiero hijo” pero no le sale nada, solo una sonrisa que vale igual.
Abraham Luis se queda contento, hoy cumple 4 años y con un nuevo orgullo, desconocido para él hasta ese momento, porque nació el año en que acabó la Segunda Guerra Mundial y el día en que un nuevo santo fue incluido en el Santoral católico. Sonriente toma un pedazo de madera que hace sonar como auto en el suelo polvoso, y entre acelerones, enfrenadas, runes, chillidos, competencias y volteretas, lo hace recorrer el camino desde ese cuartucho hasta Francia que, imagina, es un lugar lejano, lleno de castillos y reyes quienes seguramente son tan felices como él.
PD: Feliz cumpleaños Papá.
Este post fue actualizado debido a que lo compartí en mi muro de Facebook, y creo que se complementa bien, con escrito…
Suena el teléfono. En mi patria chica suena la voz de mi padre, que responde con una felicidad genuina, parecida a la que experimento también cada que me cuenta de nuestros momentos compartidos, que no han sido tantos como hubiéramos querido. Luego del intercambio de saludos pregunto cómo la pasó en su cumpleaños 75, y me dice que muy bien. Puedo leerte algo papá? Es un cuento que escribí por su cumple, a partir de una anécdota que él me contó hace años. Acepta sin saber, ni él ni yo, que estamos a punto de abrir una puerta hacia los cienos de nuestras emociones no expresadas. Perdimos muchos años disfrazados de “machos alfa”, pero ya hemos recuperado ese tiempo. En fin, se lo leo, y en la última línea, una bola de pelo y lágrimas me enmudece, como si me atragantara con una cactácea. Él solloza igual. Termino la lectura, y luego de escuchar sus comentarios, que se tornan en plática, colgamos con una sonrisa y la felicidad de saber que una vez más, hemos restablecido una conexión que creíamos perdida para siempre.
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