Languidece la tarde. Entre las calles empedradas el sol recoge sus olanes. Opaco, frío, el haz que deja tras de sí invita a tomar café. Niña camina al lado de Pepe. Erguido, de mirada lejana camina por esas calles antiguas que vieron pasar miles de vidas desde tiempos coloniales.
—Mijita, empieza a hacer frío, ¿se te antoja una taza de chocolate?
La pequeña asiente y entran a una cafetería de techos altos y calor de fogón.
Se sientan juntos y él empieza a hablar. Ella atiende cada frase sin perderlo de vista, y entre las nubes que teje para ella con los hilos de sus historias, sus ojos de lago brillan, se estremecen, dudan, sonríen, siempre sonríe.
Las imágenes se replican en su mente vivaz, y dan paso a cuentos extraordinarios, leyendas y relatos de tiempos que a ella le parecen salidas de un libro fantástico.
Pepe González ha sido muy reconocido porque sabe muchas historias heredadas, vividas e imaginadas, por eso es famoso y querido. Es un buen hombre, suelen decir de él.
Terminan y salen del lugar, más felices. Él, porque entiende que una vez más ha cumplido su cometido, amar a su pequeña y consentirla. Ella porque intuye que esa imagen, como muchas otras, la acompañará para siempre y, no lo sabe aún pero un día, cuando esté muriendo, él vendrá a por ella, la abrazará de nuevo con sus brazos de roble y la llevarán consigo.