I
Éramos dos perros al acecho del “otro”. El Matadillo tendría unos 17, yo tres menos. Sus cachetes no eran suyos sino los de su madre, a quien habíamos bautizado como la Mujer del Circo pues lo cabuléabamos con que tría bolas de billar tras las mejillas, y por eso tendría asegurado un empleo en las ferias. Él lo sabía por eso nos hacía más gracia cuando llegábamos a su casa por él y le pedíamos permiso a ella para que nuestro compañero de correrías dejara aunque fuera por unos minutos los libros y las libretas —de allí su apodo— y viniera con nosotros a cotorrear al baldío de la Kennedy.
Allí estábamos todos, El Chaleco, el Piraña, el mentado amigazo estudiante y yo, cheleando o chemeando, poniéndole culei de sabores a las bolsitas de resistol 5000, para que después de darnos un buen pasón, inhalándolas, las lamiéramos con fruición para continuar “navegando” literalmente en nuestras intoxicadas mentes, mientras meábamos cantábamos, o escalábamos las paredes derruidas de la que había sido casa de alguien que de pronto habíamos dejado de ver rondar la colonia.
II
Las Águilas era una colonia de una Ciudad Puta como muchas Ciudades Putas que existen en el país; creada gracias a los designios de los políticos, sus achichincles y los achichincles de esos. Recuerdo que mi papá un día dijo, mientras paleaba la mezcla que yo había revuelto: Ciudad Netzahualcóyotl se fundó un día que Luis Echeverría dijo: ‘Quiero que se pueble esa zona’. Y hasta aquí llegamos tu abuela, tu mamá y ustedes, yo tenía cuatro hermanos. Aquí no había nada, solo tierra, lodo, inundaciones y pobreza que se notaba más en época de lluvias…
Entonces yo pensaba en la palabra NADA, y le daba forma en mi criterio de niño-chemo de ocho años de edad. La NADA sabe a tierra y sal, me decía a mí mismo, huele a mierda de cerdos y agua estancada. Tiene el color del salitre en las paredes y le falta agua potable, entonces no conocía la palabra potable, pero ahora si, por eso la uso. Le falta mucha agua potable, y le sobra sol que muerde como piraña por todas parte del cuerpo —en esos días estaba de moda la película “Piraña”—, pirañas que parecen salir de las lagunas natosas, cubiertas de algas que guardan ajolotes.
III
Esa ocasión de la que hablo, todos se fueron temprano. Solo nos quedamos El Matadillo y yo. Él estaba recostado sobre una lámina negra, de las que se tiran cuando son reemplazadas por las de asbesto, más resistentes y duras. Dormitaba gustoso, escuchando según me contó años después, música de Rigo Tovar en su cabecita de frijol, cuando lo pateé para despertarlo y decirle que ya era hora de irnos. La media tarde perdía brillo. El frío aire, traía polvo amarillo y frió. Me agaché por una de las bolsitas para lamerle el culei rojo que aún tenía.
Primero fue la curiosidad, luego la sorpresa, y después el terror. Una mano salía de entre la tierra, justo debajo de donde El Matadillo retozaba. Ladré, no sé porqué pero recuerdo que era nuestra señal para advertirnos del peligro entre los de la palomilla.
El wey se levantó de golpe. Le hice la seña universal de cállate wey, cállate, y señalé el suelo, debajo de la lámina de cartón enchapopotado. Mis ojos desorbitados no podían creer lo que miraban. La mano estaba rota, le faltaban dos dedos, pues todo mundo sabemos que los humanos tenemos cinco dedos en cada una. A esa cosa que emergía de la grava, basura y tepetate que la cubría le faltaban al menos dos mitades de dedos, el del gordo y el que le sigue, que nunca supe cómo se llamaba.
El Matadillo se vomitó nomás de verla y me reí como un pendejo que está entre el “chemo” y la realidad. Él terminó por emularme. Así estuvimos largo rato, hasta que acordamos descubrir eso. A la de tres cabrón, dijimos al mismo tiempo. Uno, dos, tres… ¡pum! ¿Qué pasó wey?, ¡Orale no seas putito! ¡Na, si el puto eres tú pinche Chicles!, en esos años yo vendía los chicles Adams en los camiones que recorren la avenida Pantitlán.
Bueno ya, vamos, luego de tres…
IV
Era una mano común y corriente, de esas que aparecen en las películas de zombis, pero de plástico, de broma pues, de las que venden en los mercados, pero sí parecía real. Nos reímos de nuevo como los perros al acecho divertidos que éramos. Entonces escuchamos unos pasos. Nos quedamos paralizados. Golosos como éramos nos echamos otras bolsitas de cemento, pero ya sin culei, porque se nos había terminado.
Entró el Tepo —de Teporocho, borracho pues— a punto de caerse. Había pasado tiempo desde la última vez que nos habíamos encontrado. Nos miró como seguramente Dios mira a los conejos, chiquitos y orejones. Pasó de largo, juntó cartones, pedazos de madera y encendió una fogata, con la que se calentaría toda la noche.
Se recostó dispuesto a dormir la borrachera. Solo así se dio cuenta de la mano que le quedó enfrente. La tomó y nos preguntó si nos había asustado, nos llamó niñitas, y nos encabronó. Pues sí cabrón, claro, ¿tú qué crees? Respondió con una risotada con olor a hígado podrido. Sí, parece real. Hasta a mí me asustó, confirmó…
Recuerdo, como si ahora pudiera verlo, que antes de dormirse se echó a llorar, tomó el resto de su botella de alcohol del 96, tapita roja, y sacó de entre sus sacos otra más y un machete de carnicero, de esos gruesos que de costado parecen pez globo, y nos amenazó con matarnos si no nos íbamos ya. Le mentamos la madre y lo retamos.
No insistió, peor nos gruñó. Regresó a sus gimoteos y ruegos al cielo para que Dios se lo llevara de una vez, para no seguir sufriendo. Todos en Las Águilas sabíamos que había tenido su negocio de carnicería, que le iba bien pero su hija y su mujer murieron de sarampión, y se quedó solo. Desde entonces buscaba al fondo de las botellas el camino para seguirlas.
Mirábamos detrás de una puerta desvencijada, arrumbada en la entrada. Le gritamos ya muérete cabrón o mátate pinche puto. Eso lo encolerizó y en un segundo levantó amenazante la punta del machete hacia nosotros, pero de un golpe certero se cercenó la mano. Sonrió su estupidez con gesto incrédulo y se volvió a echar.
Luego de la primera sorpresa nosotros, perros al fin como éramos, fuimos a terminar su obra. Lo hubieras visto, no hizo nada. Se acurrucó. Le quitamos el machete. Y entre patadas y machetazos, que nos intercambiábamos uno al otro, lo dejamos hecho pedacitos. Finalmente, pusimos las tres manos, las suyas y la de plástico en la barda que da a la coladera, esa grande que ahora está tapada. Allí lo tiramos, o lo que quedó de él. No hizo nada, pero sí lloró, lloró como lloran las ratas…
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