Llego a un pueblo. Llueve. Es de noche, las calles son estrechas, lodosas, el cielo inclemente parece caerse en cachos. Es una semana de fiestas, el papel picado bailotea con su grácil vuelo artesanal, de techo a techo. No vengo solo. Paso, pasamos cerca del centro, la plaza majestuosa con su iglesia, el café la cantina, el kiosco, las bancas, los árboles verdosos, el hotel nos reciben. Nos dirigimos a la hacienda.
Algún tiempo esa propiedad fue grande. Sus tierras, huertas, caballerizas todo en su interior era enorme. Era la más rica del estado, quizás del país. Muchos peones, muchos hijos, nietos, bisnietos, tataranietos después ya no es ni la sombra de lo que fue, la recuerdo apenas como en una realidad perdida, imagen que se esconde como niño regañado en la mente; antes estaba lejos, a las afueras del pueblo, pero ahora los descendientes de las primeras familias han crecido tanto que las casas rodean la finca, de tal manera que esto ya parece una plaza más pero resguardada por sus altos muros.
Es día de fiesta en San Sebastián, y aunque la hacienda tiene otro santo patrono, también se suma a los festejos. Se alista una comilona que compartirá con el resto de los habitantes de la demarcación. Cada año, desde hace algunas centurias la antigua propiedad abre sus puertas durante una noche entera. Afuera las luces de la feria iluminan la vida nocturna. Hay puestos, juegos, comida y bebida a granel.
Se dice que los alimentos servidos solo ésta noche son prodigiosos, de una exquisitez endemoniada. Las más altas personalidades del país llegan sólo para dar fe de ello.
Yo soy el cocinero y como cada vez que vengo a trabajar, desentierro un cuerpo fresco que yo mismo preparo. No tengo ayudantes, no me gusta hablar mucho, y puedo hacerlo solo. Como para qué quiero compañía.
El cuerpo aún se puede manejar, está en posición fetal, es un hombre corpulento, barbado, de cara cuadrada, como de 45 años. Este tipo de carne madura tiene buen sabor, fuerte de aroma al contacto en el paladar, pero suave a la mordida.
Lo llevamos a la cocina. Lo coloco sobre la mesa. Lo empiezo a lavar con zacate, jabón y agua, mucha agua, pero tengo cuidado de no mojar la cabeza, esa la dejo hasta el final para que no se remojen ni el cuero cabelludo, ni los ojos pues pierden carnosidad; además la piel arrugada da mal aspecto.
Lo abro en canal y mientras le rasuro las piernas, las nalgas, los brazos, escurre la sangre, no es mucha porque para esta hora toda se concentra en el estomago, luce un poco amoratado pero no mucho, eso es bueno. Lo vacío y guardo las vísceras y los genitales. Todo en frascos de vidrio transparente. Éste sí que los tenía grandes, reflexiono.
Mientras lo enjuago desprende un delicado aroma a muerto —suave pero intenso—. Se combina con el de las guayabas recién cortadas que ya me traen para el relleno. Quito la mugre a conciencia. Dicen que este año viene un obispo o algo así, y me han pedido que me esmere. Me molesta que no me tengan confianza, como si fuera la primera ocasión que cocino muerto.
Volteo al difunto y me percato de que su anatomía es extraña: la línea de las nalgas le sube por la espalda, hasta casi llegar al cuello, es como si tuviera un culo que no es el suyo sino el de un gigante. Reviso por última vez. Creo que tallé mucho por aquí, la piel ya luce desgastada, con pequeños agujeros, mejor, así no podrán quejarse de que está bien limpio.
Boca abajo la cabeza pierde su gracilidad, el fardo deja de ser lindo. Acomodo sus brazos de manera que me sirvan como patas de pavo, para prepararlo mejor. Sus piernas dobladas, de igual modo ayudan. ¡Míralo, si hasta parece que sabe el condenado!
Lo giro de nuevo y estiro otra vez sus pies, termino la limpieza, ya no tiene pelambre. En ese momento justo cuando sostengo la jícara para empezar a condimentarlo el muerto comienza a convulsionarse. No me asusto ya sé que es porque los tendones, nervios y músculos se acomodan; es como si los cuerpos se impacientaran y protestan.
Pero el bailoteo no cesa, y al intentar impedir que caiga de la superficie abre los ojos como asustado. ¡Caray, y ahora qué chingados sucede!, dice mientras me hace a un lado. Grita y lloriquea, me mienta la madre, baja su mano para tocarse el pecho, abierto. Se mira azorado, pero en el justo instante en que baja la mano para tocarse entre las piernas, nota la ausencia de güevos y pito. De la sorpresa pasa al miedo y a la cólera. Los gemidos y berridos aumentan. Me confronta. ¡Qué me hiciste!, dice. ¡Qué poca madre tienes! ¡Por qué te metes conmigo!, si yo no te hice nada.
Mantengo la serenidad para explicárselo. Hablo firmemente. Pero si tú ya estás muerto, te preparo para la fiesta grande. ¡No!, espeta indignado porque no quiere aceptar su suerte. Maldice. Se niega a ser difunto, y luego a ser servido como plato principal a un festejo al que él anhelaba acudir… Bueno en realidad así será ¿o no?, pienso para mí, susurro.
Incrédulo, rodea la mesa, rasca su cabeza, niega, asiente confundido. Yo únicamente atino a repetirle como oración: Estás muerto, estás muerto. Se detiene. Me lanza una mirada con sus ojos huérfanos de luz, ciegos, inertes. Escucha, le digo, estás alucinando y yo, estoy dentro de esa alucinación. Mírate las manos, las uñas las tienes llenas de tierra, son del panteón, porque son lo último que quito.
Un gesto idiota suaviza sus facciones. Baja los brazos y sonríe pues ya se dio cuenta de que lo que digo es verdad. Nos ha visto bien, a mí y a mi acompañante. Ya se dio cabal cuenta de que no estoy solo, la muerte me acompaña para prepararlo para el banquete. Resignado limpia sus cachetes, la nariz con mocos y me dice mientras va cayendo de hinojos: Feliz navidad.
23 de septiembre de 2004
Primer lugar en el Concurso de Cuento Navideño Electrónico, convocado por Editorial Ficticia, Club Literario Leo Eduardo Mendoza y Fundación gt. Galicia, Miguel (2005): «Llego a un pueblo»
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