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Archive for July, 2021

“República Sangrienta la patria de Antígona González”

Miguel G. Galicia

Morir tiene un alto impacto en la consciencia personal y grupal, pero debido a que la pérdida de un ser querido queda inscrita en un punto geográfico exacto —se sabe en dónde está el fallecido, así como el lugar de su inhumación o cremación— y de corporeidad palpable, genera un espacio de dolor del que se puede salir pues se tiene la seguridad de que el otro yace allí, lo que impide cabida para la incertidumbre. Por otra parte, cuando uno se desvanece de la faz, sin dejar rastro, ni noticias de qué le ocurrió, si está vivo o no deja en la mente, el alma y el corazón de los suyos un hueco tan grande como el que provoca un agujero negro en el universo, de cuyo interior nada escapa, ni la luz, y del cual no se puede salir nunca, NUNCA. Por lo tanto, morir y desaparecer, son verbos con fuerzas gravitacionales diferentes

            Existen miles de testimonios de desapariciones en este país, y la gran mayoría coincide en que esa pérdida, causa un efecto cataclísmico, del que no se sana jamás, pero se convierte en un motor que ha generado un movimiento social que exige verdad y justicia.

            Un quilt es una frazada que en Canadá se confecciona de manera artesanal con retazos de mantas o cobijas que ha usado un bebé a lo largo de su crecimiento, hilvanado por las madres y que al mismo tiempo relata esa historia personal. Es una historia de amor.

            En “Antígona González”, Sara Uribe Sánchez confecciona un quilt simbólico, como espacio de pérdida en el que confluyen los lectores. Confeccionado puntada a puntada con trozos de realidad que ha hallado a lo largo de los años, en notas periodísticas, relatos de testigos, dolientes, textos de otros autores; que aborda temas como las desapariciones, la muerte, los muertos, los gobiernos, las autoridades, los indolentes, los asesinos. Un cuerpo-manta de amor en tinta y papel que nos cuenta el horror en un país en el que algo se pudrió hace mucho tiempo.

            Tal creación dodecaédrica es una apropiación de la Antígona de Sófocles, resulta hoyo negro que todo lo absorbe, voraz, infinito; es en sí mismo no solo un acto amoroso, sino un acto de resistencia, oxígeno para la combustión de la llama de la memoria.

            Pero el relato de Uribe Sánchez también puede ser tan estremecedor como la figura de un Frankenstein, que nos perseguirá para siempre, a todos, porque su cometido es no descansar nunca.

            Como sea, bello en su confección o monstruoso en su representación poética, este texto nos recuerda de tanto en tanto que tiene raíces en la realidad profunda. Los datos de noticias que muestra sucedieron en algún lugar, con fechas y lugares exactas, asideros insoslayables porque aún cuando le cambiemos al noticiario de las nueve de la noche, o demos vuelta a la página, todas las noticias son las mismas, dado que la época que nos ha tocado vivir como generación tiene un hilo conductor trazado con sangre.

            La fuerza del texto radica, por ello, en su veracidad y detona preguntas: ¿Es un poema documental? ¿Es poema testimonial?, ¿Es crónica poética? si acaso no son lo mismo.

            En la mente resuena la voz de Antígona, quien no quería ser, pero le tocó ser una. ¿Cuántas Antígonas nacen y mueren en México? ¿En Argentina? ¿En España? ¿En Chile? ¿En Colombia? ¿En Centroamérica?, porque las desapariciones no ocurren solo aquí. Como si hiciera falta un lazo de hermandad en Latinoamérica e Hispanoamérica, además del saqueo, los abusos coloniales, las injusticias y exterminio de los pueblos originarios. Allá como acá, cada Antígona busca lo mismo: al otro, al suyo, a su Tadeo.

            Hasta enero de 2021 en nuestro país había registro de 82 mil 241 desaparecidos, y contando, de acuerdo con datos de la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB), pero muchos colectivos conformados por Antígonas dicen que son más.

            ¿Quiénes son las Antígonas mexicanas? ¿De dónde salen? ¿Cómo se agrupan? Ellas son las mujeres, en su mayoría, aunque también hay hombres, unidos en colectividad por la desgracia de haber perdido a un ser querido, agrupados en grupos de buscadores de huesos, de rastrojos de osamentas, de girones de ropa, calzado.

            A estas alturas de la historia son legión: “Una Nación buscando T”, “Siempre Vivos de Chilapa”, “Colectivo de Familiares de Desaparecidos del Estado de Guerrero y el País”, “Colectivo Luciérnaga”, “Amor Esperanza y Lucha Zacatecas”, “Zacatecanas y Zacatecanos por la Paz”, “Familias Unidas en Busca de una Esperanza”, “Red de Desaparecidos en Tamaulipas”, “Hermanos y Amigos de Desaparecidos”, “Madres Buscadoras de Sonora”, ” 10 de Octubre”, “Colectivo de Sabuesas Guerrera”, “Fe y Esperanza”, “Buscando en vida”, “Por las voces sin justicia”, “Buscando a Glorimar”, “La colectiva feminista Perlas del Pacifico”… y todos varilla, palas, zapapicos, barretas, cubetas en mano, han perfeccionado sus técnicas para hallar restos humanos, enterrados en campos desolados, barrancas, brechas, cañadas, terrenos baldíos, desiertos; durante muchos años solos, y ahora con un poco de apoyo del gobierno amloísta.

            Desaparecer en estas tierras data, según estudios como el de Anais Palacios y Raquel Moroño, del Instituto Mexicano de Derechos Humanos y Democracia A.C., publicado en marzo de 2021, de la década de los sesenta y setenta como método gubernamental, por acción u omisión, acallar los “movimientos sociales, estudiantiles, indigenistas, campesinos y guerrilleros”.

            “Fue en la década siguiente cuando empezaron a configurar movimientos que tendría la participación de cada vez más mujeres, entre ellas las familiares de las personas desaparecidas.

            “De ese modo, en 1977 surge el Comité Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos de México, conocido posteriormente como el Comité Eureka, fundado por Rosario Ibarra de Piedra, madre de Jesús Piedra Ibarra, desaparecido en Monterrey, en abril de 1975”.

            Rosario Ibarra fue de las primeras y más famosas Antígonas mexicanas.

            En Argentina, las abuelas y madres de Plaza de Mayo es quizás uno de las agrupaciones más emblemáticas e influyentes para América Latina y el mundo, en el terreno de la búsqueda de justicia para los desaparecidos y los hijos de aquellos que fueron desaparecidos, asesinados y torturados durante la dictadura de Jorge Videla.

            Y en México, esos colectivos se han multiplicado a lo largo y ancho de nuestro territorio, debido a la creciente violencia provocada por la proliferación y enfrentamientos de grupos delincuenciales, y la denominada “guerra contra el narco” emprendida por el expresidente Felipe Calderón Hinojosa.

            Todo ello fue tomado por Sara Uribe Sánchez para reescribir a Antígona, personaje griego de Sófocles, ese quilt en el que la hija de Edipo clama por justicia, y tomándonos de la mano nos conduce por caminos que nos llevan a Tamaulipas, a Baja California, a Querétaro, a Nuevo León; como Virgilio a Dante en el inframundo de las fosas clandestinas, de las morgues, de los ministerios públicos, de la desesperación, del miedo, de la desesperanza.

            Antígona González es un todo fragmentario que visibiliza de manera articulada, un fenómeno que aqueja a nuestro país desde hace mucho, pero que igual que una piedra en un lago toca otros puntos en el planeta, Argentina, España, Bolivia, Uruguay, Paraguay, El Salvador, Nicaragua, y tantos otros, y de allí le viene su vigencia, porque los desaparecidos hablan igual español, que portugués, quechua, náhuatl…

            Cuando era niño, presencié una pelea entre familias, en la calle, tan fuerte que mis amigos y yo tuvimos que detener nuestra cascarita. Los gritos y reclamos subieron de tono entre ambos bandos, pero recuerdo poco, salvo una frase que gritó una joven mujer y que aún recuerdo fresca, amenazante: “Mi hermano está en el ejército, ¿quieres que te desaparezca?

Esa fue la primera vez que escuché el término “desaparición”, proferido de una a otra persona, tal como se relata a lo largo en el texto, y ahora pienso ¿es así de fácil desaparecer a alguien?

Si así era en esa época a mediados de los años setenta, imagino que sin importar quién decida hacerlo hoy en día, narcos, particulares, delincuencia organizada, Estado, militares, policías, es más fácil por los grandes niveles de inmunidad que privan hoy por hoy, aún pese a lo que diga el presidente Andrés Manuel López Obrador, en la República Sangrienta que es nuestro país.

            Al leer este poema en verso libre uno quisiera gritar, responder a la hermana, la madre, la hija, a todas las Antígonas que buscan con desesperación, que piensan cada día en sus desaparecidos, y darles consuelo, decirles que todo estará bien, que un día nos encontrarán vivos o muertos, o cuerpos, o fragmentos o huesos, mas como dice la canción de Serrat si yo pudiera unirme a un paso de palomas lo haría, pero no puedo, nosotros los Polynices, los Tadeos ya no estamos más.

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Miguel G. Galicia

Hace unos días vi un tuit en el que se mostraba la imagen de 𝘍𝘪𝘯𝘯𝘦𝘨𝘢𝘯𝘴 𝘞𝘢𝘬𝘦, de James Joyce, y según el tuitero el ejemplar que está tapizado de acotaciones, pertenece a Susan Sontag. Enseguida me sumergí en los comentarios y vi que muchos secundaban, se veían reflejados, mientras que otros comentaban que eso era impensable para ellos, y algunos, señalaban lo escandaloso de ese ejercicio de irrupción bibliográfica que, decía alguno, “mataría” a sus padres de un enojo.

                La imagen de marras muestra infinidad de anotaciones, subrayados, glosas, explicaciones, cuestionamientos, líneas, palabras encerradas, creando una intrincada telaraña de tinta que se superpone y rellena cada espacio en blanco de ambas páginas, creando un cuadro churrigueresco superpuesto que hace imposible la lectura y desaparece el texto original, salvo para Sontag; o bien le confiere otro sentido, porque al intervenirlo, el libro como objeto adquiere un valor agregado, es decir, se convierte en un mapa del entendimiento o análisis del texto de cada lector.

                Imaginemos que si un día muy lejano alguien halla un libro con glosas como ese, puede ser que entienda poco, o casi nada, pero sí podría hacer atisbos de esa cartografía personal, que ha quedado soterrada, de la obra de Joyce.

                Así, guardando toda proporción, en 2018 el grupo de investigadores liderados por Uwe Bergmann, un físico del Laboratorio de radiación sincrotrónica de Stanford, en California, escaneó el libro llamado Palimpsesto de Arquímedes, por medio de una técnica llamada fluorescencia de rayos X, y halló fragmentos de trabajos del famoso matemático.

                Mi padre, que solo estudió la primaria pero es un hombre sabio, me regaló algunos libros de su juventud, ambos de pasta dura, que él leía de vez en vez, y paseaba, según me reveló un día, “sobaqueados, para que los del barrio vieran que yo sí leía, que no andaba de vago”. Uno de ellos es el tomo II de “Carlos Marx/Federico Engels, Obras escogidas en dos tomos”, de 1966.

                En la esquina superior derecha de la primera hoja hallé un texto que dice: “Sr. Juan Romero”, y debajo la palabra “Virgencitas”, subrayada; del lado contrario con una inclinación de 45° “Matamoros No. 18 Col. Raúl Romero”, también subrayado, y debajo la dirección: “Nte. 60-a-3.62 G Col. Río Blanco – Bernardo Pérez” y debajo otra vez: “Matamoros N° 18”.

                En ninguno de los casos reconozco los nombres, ni las direcciones, pero generan mi curiosidad, como hallar un mensaje en una botella.

                Ante todo esto me pregunto ¿quién escribe en las hojas de un libro?, ¿para qué rayamos sus páginas?, ¿para qué las glosas? ¿por qué guardamos flores, papeles, boletos, recibos, cartas y otros objetos?

                Dice el escritor español Luis Landero, que “dentro de cada uno de nosotros hay un caudal de experiencias únicas, intransferibles, un modo más o menos insólito de ver la realidad, que en la mayoría de los casos no llega nunca a salir a la luz”, lo cual se muestra en ese acto único e irrepetible de marcar los libros, y claro que no he encontrado a nadie que quiera poner en riesgo la amistad o parentesco si se atreve a hacerlo en libros que no son de uno, porque ya lo decía Benito Juárez, el respeto al libro ajeno es la paz.

                Trato de hallarle explicación a esa costumbre, que de antemano reconozco como una lucha entre ingleses de Northumbria y los vikingos liderados por el guerrero Ragnar; aún así, lo intentaré: “Los Glosistas”, como les quiero denominar —y disculpen el neologismo que muchos tacharán de osadía—, luego de ver que en ese punto de alguna manera tal ejercicio me hermana con Susan Sontag, y a la vez con miles que conformamos legión.

                Pero si para ella tal vez sirvió de hoja de ruta en su lectura, en mí “detonó” una imagen de quien situado en un punto del universo, en el aquí y ahora que escribe un mensaje para su Yo Futuro, sin saberlo; para que un día él mismo, sepa quién era el ser humano que leía en ese momento; sin embargo, también podría perderse para siempre, como las líneas que hallé en el libro sobaquero de mi padre.

                Pero, personal como es, el hábito de marcar esas hojas, a riesgo de decir perogrullada, depende de los intereses, de la formación, gustos o hábitos de cada lector, como dice Sergio González Rodríguez en su Teoría novelada de mí mismo: “¿Uno es los libros que ha leído? Quiero creer que sí en buena parte. Sobre todo cuando se trata de libros leídos durante la edad formativa”.

                Una vez un amigo, ávido lector, me compartió que cuando empezaba una lectura, ponía la fecha en la primera página, y cuando lo terminaba la suscribía otra vez. Intrigado, le pregunté la razón, y me dijo algo que me pareció interesante: “Así me doy cuenta de qué manera me transforma cada libro”.

                Los Glosistas buscamos algo, que tal vez tenga que ver con tratar de vencer la desmemoria, o dejar migas de pan en ese camino que recorremos al adentrarnos en debajo de una canopia de palabras, para asegurar nuestro retorno —por medio de esos destaques de tinta, u objetos guardados—, a esos que hemos sido.

                Esos instantes que vivimos durante la lectura son fotografías en nuestra mente, algo parecido sucede cuando escuchamos música.

                El mejor ejemplo de ello es lo que hacía Martín, mi amigo corrector de estilo, pues si fechamos nuestras lecturas nos deja saber quiénes éramos cuando iniciamos, y en quiénes nos hemos transformado al terminar.

                Entonces, ese “deseo de búsqueda” es lo que nos motiva al subrayar el libro, porque me ha pasado que además de tener un halo de misterio, me he sentido como pirata al descubrir un tesoro perdido, igual que cuando Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, 2001) halla por accidente detrás de un zoclo la caja de un niño que habitó el departamento en el que ella vive actualmente, con objetos valiosos para éste, y lo busca hasta encontrarlo, dársela y lo hace feliz, ya siendo un hombre mayor.

                Un profesor en la universidad recalcaba que las glosas ya eran cosa común entre los primeros escribanos, amanuenses del Medioevo, y que gracias a esas cápsulas del tiempo, en la actualidad entendemos mucho mejor aquellas épocas, y que de no haber sido así, se habrían perdido en el mar de la tinta y papel de la humanidad.

                Dice Sergio González Rodríguez: “Como en todo regreso a un libro entrañable, el lector/autor se encuentra con marcas y subrayados que delatan sus obsesiones”. Tiene mucho de humano, digo yo.

                Los subrayados son una especie de cápsula del tiempo, en forma de misiva simbólica del presente, para ese que seremos, que guarda “mensajes” que permanecerán inertes, una vez que terminemos un libro y lo guardemos, hasta que los hallemos de nuevo, y los reactivemos a través del tamiz de la nostalgia.

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