Era una lámpara de juguete, o eso parecía. Adentro de las pequeñas paredes de vidrio biselado había una vela aromática. Nada del otro mundo: cera de aspecto sedoso, pabilo rojo y figura cilíndrica perfecta. La mujer que me la vendió en las chácharas de aquel mercado de pulgas, tenía un aspecto temible, parecido al de la canción tintanesca que reza: cric crac, cric, crac. Me jaló hacia atrás de su desvencijado Ford Falcon. Me guiñó un ojo y me tomó del cuello en complicidad. Bajó la voz como si compartiera un secreto milenario. Dijo que cada que encendiera la vela, un genio saldría y me concedería un deseo, pero sólo uno a la vez, ni uno más ni uno menos. Una vez que te lo conceda deberás darle un poco de ron Cagüey, si le das de otro te lo rechazará y te quitará el deseo, dijo, pero ten cuidado con la forma en que lo tratas, es muy canijo. Reí incrédulo y me despedí de ella como quien quiere deshacerse de un mendigo dándole un pedazo de pan duro. Le pagué con un billete hecho bola de color rosa, de polímero finamente trabajado y me largué.
Llegué a casa y olvidé la mentada lamparita. Salí a comer pizza. Le llamé a X y me alcanzó para comer. De rebote le conté lo sucedido en mi recorrido semanal por los tianguis de la ciudad puta. Rio de buena gana y me recomendó hacer una lista de mis deseos, agregó también que los separara por sus características, su provecho y que me acodara de su persona. Tomamos un par de cervezas, nos toqueteamos un rato y cogimos en el baño del lugar. Te espero en la segunda puerta de la pared hacia la salida; reviré con un contundente beso.
Luego volvimos al departamento, antes de dormir X me hizo una felación de esas inolvidables. Me lamió el vientre, le metí el dedo en el culo, mientras bebía más cerveza. No nos prometimos nada, ni amor, ni esperanzas, ni una vida juntos, ni compartir familias… nada. Dormimos uno encima del otro. Ella tomándome del pene y yo con mi otro dedo en su coño.
En la mañana fui el primero en despertar. X dormía y roncaba con cara de puta feliz. Esa expresión de desamparo me enamora. Yo escribía un cuento de esos que a nadie le dejan nada, y mientras buscaba un objeto para incluirlo en mi narración me topé con la lámpara. La coloqué junto a la computadora. Pensé en encenderla pero me sentí como Pepito cuando compra una lámpara de aceite antigua a un chacharero y de allí surge un Chabelo con voz de hombre avejentado, así me sentí, pero con 30 años más, es decir, más idiota por mi incipiente vejez capilar.
La prendí y el fuego creció de una forma estupenda, aluzando la habitación con tanta intensidad que parecía una estrella recién nacida. El pabilo cobró vida por sí mismo y se desprendió del tubo de cera. Se sacudió las cenizas de su punta y doblo su tamaño.
Sus finos hilos se separaron en brazos y piernas. Su imagen distaba de la de un genio que yo hubiera conocido antes. Era más bien un remedo de mago –lo pensé o lo dije, no lo sé– el caso es que él se dio cuenta o percibió o intuyó o leyó mi mente y me miró retadoramente. Enfadado me dijo que qué deseaba que tenía prisa y que rapidito le dijera, para que cumpliera su cometido y se fuera. Lo que sea me lo cumplirás, ordené más confirmando que preguntando. Asintió y tronó los dedos. Apareció un bonche de dinero flamante, olía a papel nuevo, y desapareció. No me dio tiempo de reaccionar, seguí escribiendo hasta que X se despertó, hicimos el amor hasta pasada la hora de la comida y matamos el día, tomando café y viendo películas.
Mi casera, una mujer que en sus mejores épocas fue vedette, me coqueteaba cada que quería. Yo me dejaba pues eso me reducía la renta de vez en vez. Ella misma limpiaba mi departamento y lavaba mi ropa. Así encontró la mentada lámpara. La limpió y un día me preguntó porqué no la encendía. No supe qué responderle, y preferí mentirle. No alumbra bien pero es un regalo de familia. No la mueva, no la toque. Ella me miró con desconfianza, frotó su pubis sobre mi hombro y se marchó.
La segunda ocasión que prendí la lámpara el genio regresó con mejor humor y más paciente. Le dije que no me gustaba que los genios tomaran decisiones por mí, que a mí me gustaba pedir mis propios deseos, y que si deseaba dinero, yo mismo se lo pediría. Para eso soy el jefe ¡quedó claro! El sonrió con mucha flojera, me cuestionó qué deseaba. Respondí: Deseo… deseo… un helado de chocolate con cubierta de wasabi. No sé porqué pedí eso. ¡Idiota!, me recriminé. Tienes la oportunidad de tener lo que desees y pides semejante estupidez. El genio de la lámpara se carcajeó y tronó los dedos…
Hice una lista de deseos pero siempre me sucedía lo mismo: cuando estaba a punto de pedir viajar al confín del universo o de conocer qué había después de la muerte, o ser rey de una isla, o tener a las mujeres más bellas, pedía algo así como: Un trenecito de juguete, con todos sus aditamentos, o una pelota de playa con la cara de Cepillín, o una resortera con liga extra gruesa, o un perro salchicha llamado Toby, o un Monopoly o un elote con mayonesa.
Repetí la acción noche tras noche, obtuve todo lo que quise, pero olvidé seguir escribiendo. Se me entumió la mano. De hecho ya no recuerdo si quiera cómo iniciar un cuento. Bueno creo ya hasta dudo si alguna vez me gustó, o si de plano tuve talento.
Bueno, como dice la canción: ya con esta me despido… y te agradezco que hayas llegado hasta esta línea. Esto que ves ahora es lo último que leerás mío en mucho tiempo. Y mientras sumo teclas y teclas sin cesar, juego balero y yoyo con mis cuates de la cuadra. No me tardo, voy por mis canicas para seguir jugando con el genio que ya me ha ganado todas mis bombochas y me va a dar la revancha…
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